«El viento sabe que vuelvo a casa», de José Luis Torres Leiva

En el documental «El viento sabe que vuelvo a casa», José Luis Torres Leiva ofrece un excelente paisaje acerca de la búsqueda de historias para hacer cine y su relación con el entorno panorámico y social que las rodea. El director chileno cuenta una vez más con la participación actoral en la película de su homólogo Ignacio Agüero, un cineasta que ya apareció en el laureado «El cielo, la tierra y la lluvia», así como en aquella ficción que el gran Raúl Ruiz tituló «Días de campo» en 2004. Es entonces, como se puede suponer, un filme que desdibuja las líneas entre el documental y la ficción, tratando de ofrecer datos sobre cómo es la vida de diferentes habitantes de dos lugares de Chiloé, el pueblo de Achao e Isla Meulín. La excusa argumental es el casting que realiza un director con el interés puesto en una película de ficción que piensa rodar en el transcurso de los próximos meses.
Según una fábula, a comienzos de los años 80, en la región de Chiloé, una joven pareja de novios desaparece en los bosques de la isla Meulín sin dejar rastro alguno. Todo un mito se creó en torno a esta misteriosa historia de amor trágico, alimentada por una división entre dos comunidades motivada por los prejuicios. Agüero quiere hacer su primera ficción con este relato de corte shakesperiano, y se muestra altamente preguntón durante toda la película. Es muy curioso y lo quiere saber todo hasta encontrar los actores no profesionales que necesitará para esta ópera prima y las distintas locaciones que deberán aparecer.
«El viento sabe que vuelvo a casa» toma su título de un poema de Jorge Teillier. Lo que aquí hace Torres Leiva es que lo que habría sido una futura trama perturbadora se transforma en un estilo de narrar que busca inquietar al espectador para reflexionar sobre el cine y acerca del estilo mayoritario imperante de construir tramas que necesariamente han de llevar hasta un desenlace que deje al público complacido, seducido, asombrado o conmocionado con lo que acaba de ver, sobre todo si se trata de una historia con final definido. ¿Qué historia es esta y cuál es su final? se preguntaba el director en un trabajo anterior, una cuestión que parecería importarles especialmente a los espectadores cliente de las películas del sector de ficción más comercial.
Pero este tipo de cine no busca eso. Hay una puesta en escena, unas tomas y un fuera de campo, una narrativa que se centra en la construcción de los personajes, en su punto de vista sobre lo que pasó o está ocurriendo, en las emociones que transmiten y en las contradicciones o conflictos que se evidencian. Esta fórmula no tiene como cimentación necesaria una trama, no es el motor que mueve un relato de este tipo, pues aquí todo está más focalizado en puntos de vista personales, algunos gozosos y otros conflictivos o traumáticos, y en la relación de los protagonistas con la gente cercana o su comunidad.
Esas entrevistas de Ignacio Agüero nos muestran reacciones que van desde los contrastes generacionales hasta las diferencias entre distintos sectores de la población o algunas paradojas que se dan a través de la raigambre y el deseo de prosperidad como concepto básico. Torres Leiva confecciona esta vez un documental estupendo con elementos de ficción que en apariencia nos lleva a saber algo acerca del trabajo de campo a la hora de intentar construir una historia valiosa para el cine, pero que en realidad es otra cosa que terminaremos de descubrir en la última escena de Agüero mirando hacia el horizonte al lado de un niño. Aquí hay delicados hilos de conexión para transportarnos al mejor cine, que cada uno interpretará a su manera.
©José Luis García/Cinestel.com