«Papirosen» de Gastón Solnicki; el significado de la familia y el peso de la historia
La película que logró el premio al mejor film de la competencia argentina del BAFICI reúne en 74 minutos imágenes seleccionadas sobre cerca de doscientas horas de material filmado.
Esta diversidad de contextos mostrada en grabaciones capturadas tanto en vacaciones, reuniones familiares, como en pequeños momentos cotidianos, elevan la imagen en movimiento de unos vídeos caseros a todo un arte.
Solnicki nos cuenta en este documental aspectos íntimos de su familia bajo la potente influencia de un pasado que quedó atrás pero que conviene no olvidar.
«Papirosen» yuxtapone distintos periodos y formatos fílmicos que engloban a cuatro generaciones distintas de una familia judía argentina y muestra los hilos invisibles que la unen, sus juegos de poder, sentimientos y contradicciones.
La filmación y edición del documental demoró once años, prácticamente un tercio de la vida de Gastón Solnicki, quien afirma que la co-realizó consigo mismo en distintos momentos de su vida. En ese tiempo cambiaron, aparte de él, los personajes, la manera de filmar y los formatos.
Al igual que su anterior película, «Süden», no es un film que tenga un guión previo y tampoco está armado con fondos ni subsidios ni premios. No contó con personal técnico durante la filmación; solamente el realizador participó, como es obvio, dado que se trata de grabaciones caseras y solo así se preserva la intimidad familiar. «No podía meter ahí a un sonidista o a un productor» explicaba.
La facturación de la película se efectúa durante el laborioso trabajo de montaje en el que participa Andrea Kleinman dentro un proceso muy complejo y bastante alineal en el que todo se fue armando a partir de un mosaico o collage.
El director nos contaba cómo la parte final de este trabajo fue la más satisfactoria:
«Recién al final, la película empieza a nacer -dice Solnicki a Cinestel-, a etiquetarse. No es un proceso en donde uno va avanzando de abajo hacia arriba o de izquierda a derecha sino que realmente no está muy claro como va sucediendo todo; sigo filmando mientras edito, cada vez con mayor puntería para las cosas que creo necesitar (te imaginás que cada plano de la película es un sobreviviente de más de 200 horas de material) e incluso te diría que ahora que gané un premio del Bafici, que es un premio importante de dinero y de servicios, incluso el costo financiero, que suele ser el punto de partida de una película, llega después de terminarla. Osea que en ese sentido es un proceso como al revés.
También está el material de archivo, arqueológico, que apareció de una manera misteriosa en el proceso de montaje y que son películas familiares, algunas con las que conviví toda mi infancia, de los viajes y de la fiestas familiares.
Algo muy valioso que apareció fue material de 8 y Super 8 que había filmado mi abuelo paterno en los años 50, que es uno de los personajes fantasma de la película, una persona a la que yo no conocí, que se suicidó y que el material que filmó tiene para mí un valor muy importante, en el que él también aparece.
Después de estas dos o tres proyecciones en el BAFICI vengo a aprender algo muy interesante que es que la película consigue cierta universalidad más allá de la esfera judeo-burguesa, rusa, Eskenazi,… más allá de esa endogamia en la cual se focaliza la película que es la de mi familia.
Este trabajo ya había viajado por varios festivales y había encontrado resonancia en México, en varios lugares en Europa, en Estados Unidos,… ahora va a estar yendo a Corea pero recién se pasa en Buenos Aires y yo descubro cuan argentina es también la película, esta especie de la gran familia argentina, cuan argentina es mi familia y universal en el sentido de que trasciende a ellos.
Y justamente, fijate que una de las cosas que yo más leí y escuché de la gente son unas sillas rojas que son características de la costa argentina, de Miramar, un balneario al que yo nunca fui a pesar de haber sido concebido allí por mis padres, pero que para mucha gente que no es ni judía ni de familia rusa o en nada parecido a mi familia, esas sillas de esa época filmadas en ese formato con los que eran abuelos de los abuelos en los 50 que todavía eran gente más joven,… eso alcanzó a muchísima gente dentro de esa universalidad local que para mí es algo bastante sorprendente, cómo algo totalmente impensado puede devenir tan significativo y creo que es una de las razones por las cuales trabajo con materiales de la realidad, más allá de lo documental y ficción que son dos categorías un poco obsoletas, son esos niveles que tiene la realidad que son fascinantes».
– ¿Cómo influyó en tus abuelos la experiencia del exilio? ¿Trataron de llevar una vida normal?
Mi familia llegó en el ’47, después de sobrevivir la guerra en una localidad entonces de Polonia, ahora territorio de Bielorrusia, que era una de las ciudades donde sobrevivieron menos judíos; algo más creo que había de 35.000 y sobrevivieron alrededor de cien.
Como que realmente son sobrevivientes; mi padre es sobreviviente de sobrevivientes y así somos mi generación y la de mis sobrinos.
Entonces, ese sería el asunto central de la película. De las cuatro generaciones que yo retrato, ciertas dinámicas familiares que tienen que ver con una endogamia, con una diáspora que va mucho más allá del siglo XX, que tiene miles de años y que a mí me parece fascinante porque tiene muchísima correspondencia con los traumas que son legados y eso es algo que es universal porque no son los judíos los únicos que han tenido un éxodo o que han elegido encerrarse en la reproducción biológicamente entre primos hermanos.
Ése es el tema central. Ellos llegaron después de la guerra como pudieron, ilegalmente, en clandestinidad, como tantos otros inmigrantes que llegaron a la Argentina en los años 40 y 50 y que se asimilaron como pudieron y más tarde encontraron otra realidad pero que tiempo después de que mi padre pudiera acomodarse económicamente, tener su propia familia y hacer una nueva vida en la Argentina, pasaron unas décadas y aquí aparece el hijo menor de mi padre, yo, para despertar un poco estos fantasmas y estos traumas y reorganizarlos en una experiencia como dice mi amigo Hans Schulz, «exorcista» en el sentido de que, si bien es una película documental, también es otra cosa que no se sabe bien qué es pero que es una especie de ritual que está teniendo consecuencias muy impactantes en mi vida personal y en la de mis familiares y curiosamente estoy empezando, no puedo hablar así como si fuera Jodorovsky, pero la impresión es que hay algo sanador también para los espectadores porque aquí en la Argentina especialmente la película había logrado vencer su límite constitutivo que era esto de tener un interés que trascienda al de la familia, una familia que justamente tenía muy poco interés en la película porque ellos mismos siempre preguntaban a quién le puede interesar esto. Pero si ven la película y se consolida en festivales afuera y despierta interés afuera de mi familia yo creo que en la premier argentina, con mucha sorpresa, porque sabía que iban a haber un montón de niveles de lectura que se iban a apreciar aquí por detalles de qué hace mi abuela con la lengua castellana por ejemplo, que es algo que está desapareciendo.
Te imaginás una abuela que llegó en los 40 y que hoy ya tiene más de 86-87 años, es una generación que se lleva consigo a toda esta experiencia del siglo XX. Y esto es una forma de hablar, ni hablar del idish que es uno de los pocos máximos logros de Hitler, eliminar la lengua idish. Entonces son como vestigios del siglo XX que realmente se terminan de apagar, que aún viven.
– En la película hay escenas que pertenecen a la intimidad de la familia. ¿Cómo aceptaron ellos que les filmaras en esas situaciones?
Yo no estuve haciendo una cámara oculta; yo estaba siempre presente y de alguna manera ausente a la vez. Es una técnica que, de hecho, aprendí a usar con ellos, de mucha impunidad, como pararse así con la cámara delante de alguien y hay situaciones que no solo es obsceno que estés filmándolas sino que incluso uno se pregunta qué hago yo en ese tipo de situación que no tiene nada que ver directamente conmigo.
En ese sentido, puedo decir que filmar la película a ratos era como entrar en un tipo de estado de trance y sentir que había una causa terapéutica histórica que yo necesitaba de alguna manera realizar y, por más maquiavélico que suene, forzar ciertas situaciones o insistir en estar presente o filmar cosas que realmente eran muy íntimas y difíciles.
Hasta que la película no se vio en el Bafici no iba a saber cómo se iba a leer eso; si ese morbo se iba a traducir en una especie de enojo de los espectadores.
En ese sentido estoy muy contento. Incluso mi madre, que fue siempre la que más estuvo en conflicto con el proyecto de esta película, pareciera haberse vencido finalmente viendo como la gente lee todo el amor dentro de los traumas y cómo la película logra atrapar a mucha gente y hacerla pensar o elaborar sus propios conflictos interpersonales, familiares,… pero nunca la cámara estuvo escondida.
Formalmente se establece un tipo de vínculo en primera persona en el sentido de que yo estoy presente y soy quien filma y pretendo ser una tercera persona porque no me están mirando a cámara y son muy pocos los momentos en que la cámara o yo somos interpelados, me hablan o me empujan… pero al mismo tiempo yo estoy siempre ahí y ellos lo saben. Ese juego entre la primera y la tercera persona es una de las claves de la película.
– ¿Y por qué no te animaste a aparecer en la película?
Yo creo que estoy bastante expuesto en la película porque aquellos espiados y retratados son mis familiares más directos, mis padres, mis hermanos, mis sobrinos,… A mí me parecía más interesante estar presente de la manera en la que estoy, que de hecho fue lo último que logré en un punto encontrar.
Intenté poner una narración mía, consideré aparecer dentro de la película, pero no me pareció necesario porque es algo muy ontológico del cine, este juego con lo que se ve y lo que no se ve, y me parecía interesante que el que no aparece, si bien es el que está mirando todo el tiempo, soy yo, con lo cual no era un tema de timidez en todo caso.
– «Papirosen» significa ‘cigarrillos’ tanto en ruso como en idish y es el nombre de una canción que vendría a ser la versión idish del cuento de Andersen «La niña de las cerillas» y lo más valioso de este documental es cómo fue completado a partir de todo el material. Solnicki, que prefiere ver cine en las salas por el imponente sonido imposible de reproducir en un televisor o pantalla casera, no duda en decir que «la ética donde funciona es en el montaje y una de las razones por las que grandes cineastas abandonan el recurso al documental temprano en sus obras es porque trabajar con tanto material es realmente problemático en un plano ético».
©José Luis García/Cristian Sáez/Cinestel.com