«El Rey del Once»; Daniel Burman regresa a su cine más personal

A estas alturas ya no sorprende el hecho de que semanas después de su estreno en Buenos Aires todavía esté en cartel una película de Daniel Burman, un cineasta que se ha ganado a pulso su poder de convocatoria arrollador. «El Rey del Once» nos regresa a ese estilo más personal que vimos en algunos filmes de sus inicios. Es una película profunda y muy concisa en aquello que quiere contar, pues la base siempre es la relación entre un padre y su hijo dentro del universo de ese barrio caótico del Once que el realizador conoció durante su infancia y adolescencia. Burman siempre encuentra una fórmula para salir airoso entre semejante ajetreo y el universo de intérpretes, tanto actores habituales como otros que normalmente no lo son. El vertiginoso ambiente de una oficina, el manejo de las conversaciones entre los distintos personajes, y sobre todo el punto de vista del padre que aquí es fundamental, funcionan con fluidez.
En «El Rey del Once», Ariel (Alan Sabbagh) es un tipo bastante joven todavía que se considera asentado de pleno en Nueva York como economista, pero a quien un día Usher, su padre, le convoca para regresar a Buenos Aires. El progenitor dirige una fundación que ayuda a los judíos pobres de la ciudad que necesitan comida y otros enseres. Es una persona muy popular en el barrio al que todos adoran porque se porta muy bien con ellos,… pero no ocurre lo mismo con su hijo, con quien mantiene un cierto distanciamiento, así como selectivamente con otras personas. La mejor definición de este tipo de egoístas y chantajistas emocionales tal vez la pueda ofrecer en parte una frase que pronuncia un proveedor de la Fundación en un momento determinado del filme. Está claro desde el principio de esta historia que se trata de un manipulador, e inclusive en algunos puntos hasta de un extorsionador, aunque del tipo de los que no suelen hacer mucho ruido y se apoyan en su «éxito social» para cubrirse las espaldas.
Se suma al relato de esta comedia dramática, Eva (Julieta Zylberberg), una mujer que trabaja en la Fundación y que intriga porque nunca habla, un enigma que la película se encargará de resolver. Los comedores y algunos locales donde se ha rodado el filme existen de verdad para la misma finalidad que la usada en la película, pues hay una Fundación en el barrio del Once cuya misión es acercarse y aliviar a la población más necesitada de la Comunidad Judía de Buenos Aires. La entidad está dirigida en la realidad por Usher Barilka, que es aquí quien encarna en la ficción al padre distanciado.
Otro de los aspectos interesantes de «El Rey del Once» son las diferentes tradiciones judías que muestra, pues el motivo del regreso de Ariel desde Nueva York es el de completar el Minián, un quorum mínimo de diez personas adultas (sólo hombres), requerido según el judaísmo para la realización de ciertos rituales. Su llegada también coincide con Purim, una celebración que conmemora la diáspora judía de la aniquilación, e igualmente puede verse el Tefilín que son unas cajitas o envolturas de cuero donde se guardan pasajes de las Escrituras en la religión judía.
Daniel Burman filtra para la película elementos atemporales. Aquí hay mucho de lo era el barrio hace ya algunas décadas, tal cual lo recuerda el realizador, pero también aparecen componentes tecnológicos que pertenecen al presente. Tradiciones, valijas, celulares, vida familiar y afectiva, pedidos de gauchadas (favores), humor, paternidad, vida espiritual y amor, componen el rico cosmos por el que transita este filme que abrió la sección Panorama de la Berlinale. Es un gusto que Burman haya regresado a su estilo más gozoso para los cinéfilos.
©José Luis García/Cinestel.com