Ventura Pons escribe sobre su nueva película «El virus de la por»
Cuando, en el verano de 2012, descubrimos en la temporada del Grec El principio de Arquímedes, el magnífico texto de Josep Maria Miró en el que basamos «El virus de la por» (El virus del miedo), me llamó la atención que un escritor, hablando en un diario, afirmara: «la literatura es metáfora o no es nada». Para él «la historia plantea un dilema moral y no esconde una reflexión sobre la libertad, en la esfera privada e incluso íntima, que dice muchas cosas sobre las concesiones políticas de la sociedad de hoy».
Es un muy buen punto de vista, que comparto, para analizar el significado de la narración.
Pues manos a la obra. El centro, la clave de todo no es la sospecha, un tema recurrente que se ha utilizado mucho en la literatura y en el cine, La calumnia o Duda son dos ejemplos que me vienen a la cabeza. Lo que hace interesante «El virus de la por» desde el punto de vista que comparto «habla de la mirada, de la transformación social de la mirada, de cómo unos mismos hechos pueden ser interpretados de manera muy diferente hoy de cómo eran interpretados ayer. En un mundo cada vez más orgullosamente libre y democrático, donde el acceso a la información igualaría las posibilidades de todos, resulta que la mirada se ha ido tiñendo de miedo y detrás de este miedo se ha colado la libertad real. Se habla de la renuncia a la libertad en favor de una supuesta seguridad. Y de eso, sí que se puede hacer lectura política».
Cuatro miradas adultas que defienden cuatro posturas bien diversas. ¿Qué tipo de sociedad deseamos? ¿El miedo de perder la seguridad genera violencia? ¿Cómo una duda sobre una acción cotidiana, aparentemente inocente, que no sabemos si se ha producido, se convierte en una paranoia, en una enfermiza psicosis social? ¿La sospecha ya es la condena? ¿Las nuevas formas de comunicación, las redes sociales, el facebook, muestran su perversidad como propagadores de información sin verificación posible? ¿Las redes pueden convertirse en letales? ¿Dónde nos conducirán los límites de la corrección política?
Además, y este hecho es muy interesante para mí como director, «El virus de la por» se propone formalmente como un puzzle, un juego narrativo discontinuo, un ir adelante y atrás en un tiempo relativamente breve. Todo ello ocurre en cuatro horas que trastocarán la vida de un chico sorprendido por una mala interpretación, ¿o no?, de un pequeño momento de afectividad. Este jugar narrativamente con el tiempo, este invertir la lógica estructural, es un placer que me viene de lejos y que ya lo reconozco en la memoria de algún espectáculo de mi época teatral de hace cuatro décadas, un placer que se puede encontrar en otras historias que me ha gustado contar huyendo de la linealidad convencional: Carícies, Morir (o no), El perquè de tot plegat… (El porqué de las cosas). Pero creo que en «El virus del miedo» la discontinuidad, las pequeñas repeticiones en la concreción de la historia nos ayudan a ser más precisos en la metáfora.
En «El virus de la por» Jordi, un entrenador de natación de una piscina municipal de Barcelona, un chico muy profesional, afable, intuitivo, afectivo con los chicos, intenta sacarle el miedo a un niño que sufre asustado por el agua. Un miedo que el propio Jordi había tenido de niño, pero no todo el mundo ve el (supuesto) beso de Jordi de la misma manera. Un beso que traerá cola. Es acusado de abuso, y sufre en pocas horas de una manera traumática un tránsito emocional, brutal, que le transporta de la inocencia a la sospecha cruel, a la vida vigilada. Y quizás, a la corta, a su propia negación como individuo.
Pero los que lo rodean, ¿cómo reaccionan?
Anna, la directora del complejo, una mujer de unos cuarenta años, se enfrenta a un difícil dilema. Tiene una experiencia de vida que hace diáfano lo que ha ocurrido socialmente. Ahora sería imposible -la corrección lo impide- bañarse desnuda como hacía de joven ante los niños de los campamentos de verano donde trabajaba como monitora. O ver cómo dos monitores llevaban a dormir entre ellos a una criatura llorosa. Con toda naturalidad, sin ningún impedimento, sin ninguna consecuencia.
Los comportamientos sociales han cambiado, en algún momento se acabaron sin que nadie fuera consciente. «Y se acababan porque se extinguía una posibilidad de relación sin vigilancia, esta manera de hacer que obedece a una existencia monitorizada, controlada por cámaras, ocultas o no, reales o imaginarias, pero siempre en marcha y siempre pendientes de lo que se hace o se deja de hacer». Este proceso que Ana ha vivido en décadas, Jordi lo experimenta precipitadamente, de forma traumática, en una tarde.
Héctor, su compañero de trabajo y amigo, se desentiende. No se hace cargo, no se pronuncia. Su silencio es el de la conformidad, el de las mayorías sumisas. Y David, uno de los padres que llevan a los niños a la piscina, el acusador, representa el temor; su obsesión es la seguridad por encima de la libertad, convencido de garantizar la ausencia de sufrimiento y de dolor a su hijo. Es un hombre de certezas y no duda, destierra la posibilidad de la equivocación, no da ninguna oportunidad a la víctima.
Una historia de un humanismo radical. Un hecho intrascendente se convierte una carga social profunda. Espero que, también en el cine, como está pasando internacionalmente con el gran éxito conseguido con la obra teatral de Miró, la historia de «El virus del miedo» se convierta en una metáfora de nuestros tiempos.
*Por Ventura Pons, director de la película.