¿Pertenecemos a una generación? ¿O simplemente vinimos después? Retrato de una generación

Programado en el FIDBA 2013 de Buenos Aires.
*Por Alejandra Almirón, directora de «Equipo Verde».
Los sábados por las mañanas nadábamos en la YMCA y después el plan era comer hamburguesas en un Pumper Nic o ir al cine. Vimos La guerra de las galaxias, Encuentros cercanos del tercer tipo, Fiebre de sábado por la noche. Aprendimos a besar viendo a Melody, que ya era una película pasada de moda, con escenas eliminadas por el censor del Instituto del Cine, Paulino Tato (una de ellas, la que mostraba la explosión de una bomba fabricada por un niño de doce años). Al tiempo, descubrimos los ciclos cinéfilos de La Hebraica y vimos otros films que no habían sido flagelados. Esa fue nuestra primera resistencia inconsciente.
Después de cumplir los 15, nos dejaban ir a las matinés de New York City o El Alvear. Nos vestíamos con zapatillas All Star, remeras Hello Kitty y la cédula de identidad se guardaba en uno de los bolsillos traseros del pantalón Fiorucci o Calvin Klein.
A medida que el poder de la dictadura decrecía, ya en los ’80, comenzamos a ir a los recitales de rock, invitadas por chicos un poco más grandes que tocaban la guitarra en el quinto piso de la YMCA. Y, si para la lógica dictatorial, el Rock y la Subversión estaban relacionados, estos eventos fueron nuestros primeros actos políticos involuntarios, que terminaban en corridas y detenciones a la salida. En estos recitales escuchamos por primera vez los gritos de “Se va a acabar, se va acabar… la dictadura militar…”.
Cada tanto llegaba a nuestras manos algún ejemplar de El Expreso Imaginario o la Humor, donde escritos, que no comprendíamos del todo, nos sugerían que existía un mundo paralelo al nuestro y se producía un contacto efímero con nuestros hermanos mayores, quienes habían sido devorados por el Estado.
Entre todas las divisiones posibles, existían las tajantes castas musicales: aquel que escuchaba a Queen o ABBA no podía, no merecía, escuchar a Seru Giran o a Spinetta. El rock nacional representaba a una pequeña tabla en el océano, donde cada tanto, encontrábamos mensajes dentro de botellas: Viernes 3 Am, Canción de Alicia, Alma de diamante… La música nos ayudó, entre otras cosas, a superar nuestra tristeza solapada, a no ser tan consumistas, a agudizar nuestra percepción y comprender que algo a nuestro alrededor estaba saliendo muy mal.
El presente se acabó.
El 30 de marzo de 1982 salí de mi clase de natación en la YMCA. Caminando por la calle Reconquista rumbo a la Plaza de Mayo, veo a una multitud que corre entre gases y ruidos de explosivos. Me escondo (durante un tiempo interminable) debajo de un molinete de la línea de Subte A, hasta que el señor que vendía cospeles vino en mi auxilio.
Llegué como pude a mi casa y la tele encendida completó la información dentro de mi cabeza: La CGT y la Multipartidaria marcha a Plaza de Mayo, cientos de heridos, un muerto en Mendoza…
Dos días después festejé mi cumpleaños en el patio del colegio, Cristina me compró muchos paquetes de Melbas y por la tarde mi mamá me entregó un sobre de plástico de Exprinter con el viaje de Egresada a Bariloche. En quinto había logrado relajarme, ya tenía anticuerpos, obtenía notas aceptables e imaginaba un futuro como universitaria.
El 2 de abril todo lo que suponíamos Nuestras Creencias, desaparecieron. En el salón de actos supimos que las Malvinas eran otra vez nuestras. Las preceptoras se olvidaron de la disciplina escolar y la profesora de historia lloró toda la mañana. Los días que siguieron fueron raros, con sensaciones de rebeldía, miedo, patriotismo, asco y perplejidad.
Al finalizar la Guerra de las Malvinas, las tres nos habíamos convertido en otras personas, muy diferentes a las que siempre habíamos creído ser.
Comenzaba así el resto de nuestras vidas.
*Alejandra Almirón trabaja como realizadora, guionista y montajista. Ha participado en los equipos técnicos de una extensa lista de filmes argentinos desde que comenzara en la productora Cine Ojo de Carmen Guarini y Marcelo Céspedes.
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